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MO 2021.02: "Dr. I Jaime Yankelevich: el ser humano que moldeó al médico"

La comunidad oftalmológica argentina tuvo el placer de compartir más de sesenta años junto a un médico excepcional: el Dr. I. Jaime Yankelevich, referente de la oftalmología y de su subespecialidad en segmento anterior y glaucoma, una labor que ejerció hasta sus 92 años.  A pocos días de su partida física, su gran familia encabezada por sus hijos y secundada por alumnos y colegas es la que elige recordar a Yanke: el hombre simple y cercano que definió, por sobre todas las cosas, al gran médico.

Esta nota se publicó originalmente en Revista Médico Oftalmólogo (MO) del mes de junio de 2021. Puede acceder al número completo en este enlace.

Un hombre justo. “Nos resulta muy difícil escribir sobre nuestro padre. Lo pensamos justo, sabio y ético. Y creemos que lo mejor es esculpir la historia con anécdotas que tracen su silueta. Intentaremos recordarlo desde ese rincón de la memoria”, Daniel y Adriana Yankelevich.

Los domingos, la familia solía ir a una quinta en las afueras o a pasar un fin de semana en la playa. Nos gustaban esos viajes, todos disfrutábamos mucho. Sin embargo, era habitual que papá pasara a ver a algún paciente antes de salir, generalmente alguien recién operado. Papá se tomaba un tiempo de su fin de semana para visitar pacientes, mayormente internados en el Hospital de Clínicas. Eran prioridad para él, y todos tenían de su parte la misma atención y dedicación absolutas.

Le gustaba recordar sus comienzos como oftalmólogo, sus visitas en tren a Hudson, una localidad a la que ahora se llega en minutos por autopista. En los años 50, tomaba un trencito de trocha angosta y se quedaba unos días atendiendo pacientes. Esa necesidad de extender geográficamente la actividad clínica lo llevó más adelante a otras localidades tan alejadas como Ushuaia. Era extraordinariamente paciente con sus pacientes. Cuando alguien lo iba a consultar, sabía que tenía una larga espera hasta que lo llamaran porque siempre daba lugar a las urgencias. También sabía que cuando le llegara el turno, sería atendido como si lo que le sucedía fuera lo más importante del mundo, y así era para papá en ese momento. Toda su atención se enfocaba en el paciente. No solo en la patología, no solo en el ojo, no solo en su historia clínica completa: él se comunicaba con el paciente como un ser humano que portaba una historia, con su particular manera de pedir ayuda y de sufrir, pero también con sus gustos, su modo de hablar, los lugares en los que veraneaba, los miembros de su familia y la música que escuchaba. Cuando entraba un paciente al consultorio, se abría una dimensión temporal que era infinita mientras duraba la consulta, en la que dos personas hacían verdadero y profundo contacto, y en la que siempre, indefectiblemente, el paciente sentía que había asistido a un acto de sanación. Papá era terapéutico de un modo integral, un verdadero Therapon, cuidando, aliviando, de un modo constante y natural, a la manera de un manantial imparable de aguas tranquilas. Porque además de un ser humano profundamente ético y bondadoso, era un clínico maravilloso y un cirujano excepcional. Con todos sus pacientes: los que podían pagar y los que no; los que acudían con un glaucoma de ángulo cerrado o con un cuerpo extraño o incluso con un temor infundado.

Mientras yo (Adriana) estudiaba medicina, trabajé un tiempo con él en el consultorio, haciendo campos visuales en su Perímetro de Goldmann. Recuerdo bien mi impaciencia al ver que las consultas se prolongaban. Él siempre repetía lo mismo, cuando yo me animaba a hacer algún comentario: “El paciente sufre, la palabra cura. Esta es una oportunidad de mejorar esta vida, ¿cómo la voy a desperdiciar?”.

A mí (Daniel) cuando era chico me llamaba la atención encontrarme con personas en el ascensor, en un negocio, en las vacaciones, que paraban para saludar a papá, acariciaban mi cabeza y me decían: "tu padre me salvó la vista/un ojo/a mi madre/me permitió volver a ver. Tenés que estar muy orgulloso de tu padre".

También recordamos su faceta de maestro, que seguramente sus discípulos honrarán mejor que nosotros. Era muy generoso con su conocimiento y ponía empeño en ayudar a otros en su carrera, tal vez por recordar sus orígenes. Viajaba al interior, recordamos sus viajes periódicos a Tierra del Fuego, y participaba en todas las actividades de formación que podía. Ambos recordamos que grupos de oftalmólogos jóvenes se reunían en casa con frecuencia semanal para estudiar. Papá coordinaba y mamá, médica psiquiatra, los recibía, sabía de sus familias, cuidaba de ellos, les preparaba meriendas.  Se ocupaban especialmente de quienes venían del interior, los adoptaban rápidamente y ayudaban especialmente a las mujeres, porque en esa época no les resultaba fácil abrirse camino en la oftalmología. 

También nosotros fuimos sus discípulos, de un modo amplio. Papá nos enseñó a mirar el mundo, a ver sus colores y sus formas, a respetar la vida y admirar la maravilla de la naturaleza, ante la cual se rendía admirado. Nos enseñaba con palabras didácticas, pero sobre todo aprendimos de sus acciones, coherentes en su ética como pocas veces sucede en la vida de una persona.  Una vez al año, cuando el frío del invierno comenzaba a menguar, nos pedía que saliéramos a la terraza. Nos sentábamos con él en unos banquitos, a esperar. Poco a poco, el cielo se iba llenando de trazos negros aleteantes. Las golondrinas que migran del Norte constituían un acontecimiento importante para papá. Hay también una enseñanza profunda en ese gesto, acerca de qué es lo verdaderamente importante en la vida. 

Nuestra casa estaba llena de libros de todo tipo. Nuestros padres eran hijos de inmigrantes judíos, pobres en dinero, pero infinitamente ricos en su amor a la vida, a la poesía, la literatura, la música y el pensamiento. Nuestro papá siempre nos contaba que en sus inicios sufrió bastante discriminación por ser judío. Solía contarnos varías anécdotas que mostraban que en esa época había una cierta resistencia a la aparición de médicos y académicos de origen judío en posiciones de prestigio. Nunca fue religioso, pero respetaba y honraba sus raíces. En ese ecosistema argentino de los 60, papá fue erigiendo su carrera. Preparaba las clases con interés científico, sólidos conocimientos teóricos y una gran preocupación por la didáctica. No cejaba en las explicaciones hasta que se convencía de que el otro había comprendido el mensaje. Una imagen que acompaña este recuerdo es nuestro padre sobre una mesa llena de diapositivas, tomando notas y mirando una y otra vez las que iba a elegir y escribiendo notas para la próxima clase.

Fue una persona generosa con sus conocimientos, con su tiempo, con su hacer y con sus palabras. Murió sin poseer propiedades de ningún tipo. Disfrutaba de cada cosa de la vida, mañanas de música clásica, fotografiar la naturaleza con su macro –de hecho, asistió a un curso de fotografía digital a los 92 años para perfeccionar la parte artística–, la comida casera. Lo vamos a extrañar.


El médico y acádemico

El Prof. Dr. I Jaime Yankelevich se graduó en medicina en 1955 y en 1956 ingresó al –entonces– Hospital de Clínicas José de San Martín (UBA). Allí transitó su carrera como médico de planta y de sección Glaucoma, como jefe del Servicio (1990-1994) y como profesor adjunto y titular. También se desempeñó como profesor titular en el Hospital Santa Lucía y como docente en la Universidad de El Salvador. Fue secretario general del Consejo Argentino de Oftalmología durante la presidencia del Dr. Alberto Ciancia y vicedirector de la Maestría a Distancia de la entidad. Ejerció su profesión ininterrumpidamente, los últimos años en su consultorio privado y como consultor honorífico de Hospital de Clínicas.


Palabras de despedida

Dr. Daniel Grigera

Era yo un médico concurrente más, recién llegado al Hospital de Clínicas. Desde el primer momento me impactó su calidez, contrastante con el trato amable –aunque distante– de los demás colegas y profesores. El Dr. Yankelevich me pidió, poco tiempo después de mi llegada, que lo ayudase en una cirugía. Durante esta, cometí una torpeza por inexperiencia y me retó severamente. Lo viví como una catástrofe, pero me dio sus razones: había puesto en riesgo al paciente. Al día siguiente volví a verlo y era como si nada hubiese ocurrido, incluso asomó una sonrisa bajo ese bigote que por entonces exhibía y que pocos recuerdan hoy.

La solidez de sus conocimientos, que impartía con generosidad extrema, era paralela a la de su complexión física y a su natural elegancia. Me refiero especialmente a la elegancia interior. Conservó ambas toda la vida. Pero, ¿qué es lo que más define para mí a Jaime Yankelevich? Ese humanismo absoluto, esa empatía hacia los pacientes, colegas, alumnos y todo ser humano que se le acercase. Y ese ser MÉDICO, con todas las letras, no un mero diagnosticador o prescriptor. Se aproximaba a la persona, la convertía en prójimo. Valoraba, obviando los defectos. Conocía el sendero hacia las esencias.

Más que un simple rasgo, el humor era una herramienta para él. Era un maestro cuyas clases preparaba y daba con meticulosidad incansable, aún hasta los últimos tiempos: no dejaba arista sin encarar.  Su avidez por aprender hasta el final nos asombraba, lo veíamos atento a todo nuevo conocimiento. Nunca su sonrisa y su bonhomía lo abandonaron. Conversé con él, hasta hace muy poco, sobre temas de la profesión. Acaricio el privilegio de haber cultivado la amistad –con él y con Cuca, su postrera compañera–. Fue un arrancón su partida, pero ya no hay pena en esta despedida, porque hasta quienes carecen de fe en un reencuentro, perciben que de algún modo Jaime sigue viviendo en nosotros.

Dr. Javier Casiraghi

Bonhomía viene del francés, un término que resume las cualidades de afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento de alguien. ¡Como el Yanke!

Era bastante común que dijera: “Mirá, viejo…” y siguiera con una de esas frases que jamás se olvidan (al menos, eso me ocurre a mí con sus dichos). “Mirá, viejo, la gente es como el vino: cuando es buena envejece bien y cuando es mala se vuelve agria”.

El Yanke, desde hace unas semanas cambió de posición en este Universo: ahora camina en nuestros recuerdos, nuestra práctica profesional y se manifiesta en el sutil movimiento de una comisura labial cuando alguien lo evoca. Quizás, quienes lo conocieron, tienen así los labios al leer estas páginas.

Su apellido, demasiado largo para la cotidianeidad, ha sido pronunciado frecuentemente en más de medio siglo de la oftalmología argentina: tanto por sus enseñanzas como por su interés en ayudar, atender, operar, aconsejar, auxiliar, proteger y ser leído. Protagonista y consumidor asiduo de cursos y congresos, sus comentarios no pasaban inadvertidos pues daba una mirada lateral al caso clínico en discusión, al tema en cuestión o al debate que se planteara. Con él compartí pacientes y sé fehacientemente del cariño, la dedicación y las preocupaciones que sentía por ellos.

Hasta sus 92 años nos acompañó las mañanas de los jueves en la sección Glaucoma del Hospital de Clínicas, aprendiendo y enseñando, esa alianza genial que parecen opuestas y son inseparables para quien sabe hacer ambas cosas. Costumbre era luego (¡parezco Yoda!) que almorzáramos en una esquina imperecedera de Buenos Aires: él un triple de leberwurst y pepino con un té. No viene al caso lo que solíamos comer Geria, Nahum y yo, porque en realidad devorábamos enormes lecciones de vida; esas que alimentan hasta los huesos.               

Sus residentes supimos que en él teníamos cobijo. Sus colegas, que en él teníamos lealtad.
Sus compañeros de trabajo, que en él teníamos una yunta. Sus amigos, que en él teníamos el afecto puro y desinteresado. Disfruté con él de estas cuatro formas de conexión durante los 35 abriles de ese camino que no se cuenta en distancia, sobre todo porque el Yanke nunca fue distante, ni siquiera estando lejos. “…cuando es buena, envejece bien…”, vaya si cumplió.

Dr. Pablo Chiaradía

Fue un hombre que amaba a su familia y la oftalmología, era una personalidad de pensamiento "abierto", generoso, culto, estudioso, curioso. En palabras que él mismo decía: siempre dio lugar a que otros se desarrollaran, jamás pisó “retoños”.

Tuve el honor de conocerlo durante mi residencia universitaria en oftalmología en el Hospital de Clínicas de la UBA, a principios de los 90. Compartí el trabajo hospitalario, como médico residente, recuerdo los Ateneos y los extraordinarios cambios de opinión con el Prof. Roberto Sampaolesi (su antecesor), con el Prof. Badia y con el Prof. Jorge Bar. Los intercambios iban desde cómo Mirella Freni había interpretado la Boheme, hasta el último artículo en Ophthalmology.

El Prof. Jaime Yankelevich le permitió el ingreso a la Cátedra de Oftalmología de la UBA a varios médicos que hasta ese entonces “boyaban” sin afiliación institucional. Él les tendió una mano con su generosidad y hombría de bien que lo caracterizaba. Algunos de los “náufragos” que rescató se convirtieron en referentes dentro de la especialidad años más tarde.

Yankelevich fue un hombre de principios, honorable, supo transmitir la importancia de estudiar, de enseñar, de efectuar investigación básica, de amor por la docencia. Transmitió cuán importante es el cuidado del paciente, el mérito, siempre en un ambiente cálido, ejerció su jefatura sin exabrupto alguno (habituales en los claustros universitarios de aquellos años), toda una virtud que debemos dimensionar considerando su contexto. El Hospital de Clínicas de la Universidad de Buenos Aires y la Oftalmología honran su memoria.

Dr. Pablo Nahum

Que nadie se olvide de decir ¡GRACIAS, PROFE!  Tengo 47 años y hace casi 22 que entraba a mi formación en oftalmología, una fría mañana del 28 de mayo de 1999.  Pasaron muchas cosas y mucha gente, y entre quienes lo hicieron dejando una huella imborrable está el Dr. Prof. Jaime Yankelevich. Mi padre y él ya habían tenido un vínculo, pero nuestra relación fue personal, uno con el otro. Tuve la gracia de disfrutar a mis abuelos paterno y materno y a un tercero con la oftalmología que me guió con rectitud, palabras justas, sabias, dulces, de esas que con cariño salen de la boca de un abuelo. Siempre me estimuló y se interesó por mi trabajo diario en el hospital tanto como en el progreso familiar. Tuvo una participación muy profunda en nuestro ámbito y, cuando empezó a “retirarse”, frecuentemente me llamaba para preguntar sobre distintos temas, por sus discípulos; lo hacía desde un ángulo de cuidado y afecto que siempre fue característico de él, incluso cuando no estaba de acuerdo trataba de hacerlo saber de la forma más diplomática posible. Creo que de todas sus virtudes (y tuvo muchísimas), la rectitud expresada con cariño era para mí la más sobresaliente. La verdad es que me siento un privilegiado de haberlo conocido, de haber vivido muchos momentos juntos.

Siempre traté de agradecerle antes del saludo y la despedida. Estos últimos meses, en forma telefónica. Aprovecho este espacio para hacerlo públicamente: gracias Jaime, gracias profe, hasta siempre.

Dr. Daniel F. Dilascio

Lamento la irreparable pérdida de quien fue mi maestro en oftalmología del Hospital de Clínicas. “YANKE”, como lo llamábamos, me recibió con los brazos abiertos y con la generosidad que lo caracterizaba me brindó todo su conocimiento y cientos de consejos que aún hoy me acompañan. Fue un hombre que siempre llevó la rectitud como bandera.

Esta nota se publicó originalmente en Revista Médico Oftalmólogo (MO) del mes de junio de 2021. Puede acceder al número completo en este enlace.

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